«La creencia quiere saber, la imaginación quiere contar más historias para desplegar la interminable historia de la realidad.»
Tom Cheetham
Los días de invierno comienzan a ser más largos; largos en luz, largos en frío, largos en nieve, largos en el cansancio que se anida en el corazón de las personas. Largos también en noticias que arrugan el alma por todo lado. Mis niños lo sienten y resienten, yo, mi esposo, mis vecines. 
Y nuestros perros están ahí, sosteniéndonos. 
Y los árboles que veo cada día a través de mi ventana están ahí, sosteniéndonos. 
Tanto como las aves que han conocido siempre el frío y buscan su alimento con las nuevas coordenadas que este tiempo helado y variable les susurra. 
Sé que el viento les dice a dónde ir -este viento nuevo que corre creativo por todos los rincones de la Tierra y que no sé si aprenderemos a conocer algún día-, les descubre corredores de semillas, abrigos, y les alerta de nuestra presencia voraz.
Yo cuento historias para soportar el frío, la oscuridad, la falta de sentido; me permiten vivir el día, atravesarlo, saber que después de una prueba vendrá la siguiente. Así como aquí ayer fue tempestad y mañana llegará el hielo. 
¿En cuántos cuentos el protagonista se enfrenta a algo inmenso, imposible? ¿Qué hace cuando sabe que su humanidad no es suficiente? 
Llora.
Y el llanto llama a las hormigas, a los peces, a las aves; se despiertan las montañas, rugen los volcanes, se enciende el fuego en el centro de la Tierra. 
El misterio se abre camino por entre las raíces de los árboles y las venas de un cuerpo humano. Una memoria se ignita como un cometa y de repente, las doscientas perlas escondidas bajo el suelo del bosque aparecen apiladas en un montón improbable antes de que el sol se esconda. 
Una prueba se ha sorteado. El, o la protagonista de la historia respira aliviado. 
Pero a la mañana siguiente se le informa que tiene que subir a lo más alto de una montaña y traer el agua de la vida en un cuenco de madera. Las nubes nunca dejan ver la cima. ¿Cómo subir hasta allí? ¿Cómo hacer que el agua no se derrame en el descenso? 
Hay que llorar porque no se sabe. Nadie sabe cómo poder curar el cuenco de madera para que el agua de la vida no se escape entre sus vetas. Las lágrimas harán saltar un pez en un estanque, y mientras está en el aire cantará la receta para curar el cuenco. Las lágrimas harán venir al águila, quien tomará el cuenco y volará hasta la cima impenetrable. 
Así es en realidad la vida, no olvidemos. 
Solo podemos vivir en el envés de las palabras, en el significado profundo de las cosas. Estaremos vivos, nosotros humanos, solo mientras haya un árbol, un perro, un ave y un soplo de viento que nos sostenga y podamos dejarnos llorar ante la inmensidad de lo imposible. 
Un gran abrazo, 
Doris